Si el Papel Quemara
Una de las manifestaciones más recurrentes del discurso amoroso ha sido la carta de amor.
Una carta provee del canal liberador y a ratos catártico del sentimiento amoroso.
El papel resiste demasiado, el desgarro más ardoroso y la pasión calma.
Mucho se ha hablado de la “natural” relación entre las mujeres y la carta de amor, por el aspecto sentimental y poco racional que en ellas se puede expresar; naturaleza de propiedad exclusivamente femenina, según algunos ilustrados críticos (Pedro Salinas, Gustav Lanson, entre otros)
Es cierto –innegable a decir verdad- que la mejor correspondencia amorosa es femenina, pienso en Delmira Agustini y sus letras colegiales, en Gertrudis Gómez de Avellaneda y esa pasión desbordante, en Dulce María Loynaz y su autobiografía amorosa, y, por supuesto, en Gabriela Mistral y las ardorosas letras a Manuel.
La fluidez, la nostalgia, la riqueza expresiva en el amor consolado o desconsolado que se dejan leer son de indudable patrimonio femenino, y si sabios críticos lo han dicho con la absoluta certeza que les puede dar el estudio, debemos creerles... ¿o no?
Hace dos años se cumplieron sesenta años del Premio Nóbel a Gabriela Mistral y surge la necesidad de hablar de ella, aunque con cierto cuidado, pues no es tarea fácil ni liviana decir algo de su obra, pero yo hablaré desde mi gusto, que a veces no se equivoca y diré por ejemplo, que pienso que unas de sus mayores virtudes poéticas fue el manejo del lenguaje, los giros lingüísticos y el uso maravilloso del pronombre reflejo entre otras cosas.
Dueña del manejo del idioma castellano, debería decir.
Al leer algunas de las cartas a Manuel Magallanes Moure, puedo pensar en un uso exagerado de ciertos estereotipos, como la religión o ese juego victimario de sentirse indigna de tal sentimiento amoroso (pensando en que es mutuo el sentimiento) y me llama la atención porque jamás lo pensaríamos, verdad? Aunque de inmediato pienso en Alfonsina Storni y su vida de mujer de avanzada, casi feminista, y la sumisión amorosa a la que se rendía, se volvía absolutamente débil y frágil, nada de discursos de género igualitarios o reivindicativos, por lo que, entonces, podríamos creer en eso de que el amor es una “patología del alma, que cambia y absorbe la mente, una locura” como pensaban los antiguos.
Este no es un amor sano, Manuel, es ya cosa de desequilibrio, de vértigo. ¿Y en mi cara beatífica, y en mi serenidad de abadesa ! ¡Qué decires de amor los tuyos! Tienen que dejar así, agotada, agonizante. Tu dulzura es temible: dobla, arrolla, torna el alma como un harapo fláccido y hace de ella lo que la fuerza, la voluntad de dominar, no conseguirían. Manuel, ¡qué tirano tan dulce eres tú !
La ambigüedad del discurso es maravilloso, por una parte le habla de su “cara beatífica” (nótese, por favor, que el adjetivo va después del sustantivo, como para no darle la importancia que merece el adjetivo), y después apropósito de sus “decires de amor” piensa en lo “agotada, agonizante” que deben dejar. Este fragmento es de una sexualidad velada absolutamente del tipo del Cancionero medieval. La pasión se desborda entre los adjetivos y los verbos llenos de comas y exclamaciones.
Sin embargo, después de conocer a Manuel y saberse no amada, la escritura da un vuelco y deja de ser de esta exquisitez romántica-erótica, para convertirse, en cierta medida, en una muestra de poderío poético y literario. Las cartas se transforman a ratos en abruptas y celosas, casi dolosas, son un verdadero discurso literario.
La carta de amor tiene ese peligro, la idealización del amado, la sublimación del sentimiento, la pérdida, en definitiva, de la realidad del otro y sus sentimientos. El problema para el enunciante es la proyección amorosa que hace sobre el otro, tratando de convertir al objeto de su amor en sujeto amante a la vez, y es aquí donde sobre viene el quiebre, la realidad se impone y el desengaño y la decepción se apropian del amante no amado.
Estamos ahora en el terreno del desamor, y tal vez sea mejor y más sano pensar como quizás diría la teoría deconstruccionista: el amor es un discurso, y un discurso está hecho de signos que forman palabras que realmente no son aquello que nombran, sin embargo las reconocemos gracias a una convención social tácita: “hemos convenido que nombren eso”, la instauración del mundo a través de palabras como diría Heidegger.
Pero no creo que a Gabriela esta explicación la hubiera detenido.
Publicado por Elisa de Cremona
para Mujeres chilenas de 30